Es hora de comer y los vecinos de Paiporta esperan para recibir una comida caliente. Ya no hay montañas de barro en las calles, pero la vida está en suspenso para muchos desde que hace un mes una inundación mortal devastara esta ciudad del este de España.
“Nos falta mucha ayuda”, dice José Moret, un pensionista de 70 años que espera su turno. Detrás de él, el barranco de Poyo -un cauce natural de aguas pluviales- aún conserva las marcas del violento aguacero que el 29 de octubre mató a 45 personas en esta localidad del sur de Valencia, uno de los epicentros de las inundaciones que han dejado al menos 230 muertos en España.
Aunque algunos comercios empiezan a abrir, las labores de limpieza siguen siendo complicadas, dado que la mayoría ha perdido sus coches, ahora amontonados en impresionantes montañas a las afueras de la localidad.
El barro de los primeros días ha dado paso a un polvo marrón que envuelve las calles, en medio de una avalancha de humedad y, a veces, de aguas residuales.
Militares, voluntarios y operarios de limpieza se apresuran a desatascar tuberías y retirar escombros, aunque el alcance de la destrucción en este municipio de 27.000 habitantes ha sido tal que la vida normal aún parece lejana.
“Psicológicamente estamos muy conmocionados. Físicamente estamos muy cansados”, describió Raquel Rodríguez, con mono blanco y el pelo embarrado.
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A esta economista de 43 años le sorprendió el torrente de agua que salía del supermercado. Tuvo suerte y consiguió refugiarse en una zona elevada, pero aún no ha podido digerir lo que vio.
Su piso de la planta baja quedó destruido y lleva un mes durmiendo con familiares. Ahora pasa los días intentando organizar la retirada del barro del garaje comunitario, que temen que cause daños estructurales, una tarea para la que dependen de la solidaridad individual.
“Si no fuera por las empresas privadas, el voluntariado, las administraciones públicas, cero”, lamentó, asegurando que los vecinos se sienten “abandonados”.
Este malestar general fue la causa de la lluvia de barro y objetos lanzados contra el Rey Felipe VI y Letizia, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el presidente de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón, durante su visita a Paiporta el pasado 3 de noviembre.
Se han convocado protestas contra la gestión de las autoridades en Paiporta y otros municipios afectados para este viernes 29 de noviembre.
Aunque los gobiernos han aprobado medidas de ayuda económica, Mari Carmen Cuenca también se siente sola. Desde su casa, a pocas manzanas del barranco, no ha podido salvar nada.
Una línea oscura de más de metro y medio de altura recuerda hasta dónde llegó el agua aquella tarde sin lluvia en la que un tsunami marrón sorprendió al suroeste de Valencia.
“De la casa quedan cuatro paredes, no queda nada”, explicó esta mujer de 54 años y baja estatura, que desde entonces pide ropa prestada y se refugia con su familia en casa de amigos.
Hoy, sin embargo, ha sido un buen día. Un cerrajero voluntario ha arreglado la puerta para que al menos pueda cerrarla. “Lleva un mes abierta. No puedo dormir con la puerta abierta”, explicó, pensando en un regreso que aún queda lejos.
Muchas casas bajas siguen vacías. Desde los balcones de algunas se ven mensajes de indignación contra la gestión política, pero también palabras de ánimo y agradecimiento a los voluntarios que acudieron a ayudarles.
“Volveremos más fuertes”, reza uno de los muros de este municipio, donde cerca de 4.000 alumnos siguen sin clase, según las Asociaciones de Padres.
Algunos han conseguido matricular temporalmente a sus hijos en escuelas cercanas, pero no todos.
“No tengo coche, lo perdí, y mi hija de ocho años lleva 29 días encerrada”, explicó Pilar Roger, lamentando que los niños hayan visto “muchas cosas que no deberían haber visto” en estas semanas de conmoción.
Pero una vez retirados los escombros, algunos empiezan a ver la luz al final del túnel. Entre los muros de su librería, totalmente devastada, en el centro de la ciudad, Eva y Arantxa prometen volver a empezar.
“Los primeros días no sabíamos por dónde empezar. Pero poco a poco ves que te ayudan”, explicó Eva Vázquez, de 43 años.
A pocos metros, varios vecinos esperan frente a la única administración de lotería abierta. En la cola está Paqui González, un ama de casa de 53 años que, a falta de unas semanas para el sorteo de Navidad, espera que la suerte sea ahora benévola con Paiporta.
“Ya que hemos perdido el coche y hemos tenido tan mala suerte, a ver si nos toca”, dice con una media sonrisa.