En los salones del poder francés, las palabras del primer ministro François Bayrou han desatado una tormenta política. Su advertencia sobre una supuesta «sumersión» de Francia por extranjeros ha dividido el país: aplausos desde la derecha, indignación desde la izquierda. ¿Pero qué ocurre cuando apartamos el velo de la retórica y nos sumergimos en el frío océano de los datos?
++ Giro en la ONU: Estados Unidos vota junto a Rusia contra resolución sobre Ucrania
«Bienvenidos, pero no demasiados» parece ser el mantra de Bayrou, quien en una reciente entrevista televisiva sentenció que las contribuciones extranjeras enriquecen a un pueblo… hasta que cruzan una invisible línea roja. «Cuando ya no reconoces tu propio país en el espejo, el rechazo es inevitable», alertó, sugiriendo que Francia danza peligrosamente en ese precipicio identitario.
Al invocar el fantasma de la «sumersión», Bayrou ha tomado prestado el léxico apocalíptico de Reunión Nacional, el gigante ultraderechista que domina el Parlamento. Este partido ha construido su imperio político sobre los cimientos de una narrativa: Francia se ahoga bajo una marea humana extranjera. Esta historia resuena con la famosa teoría conspirativa del «gran reemplazo» ideada por Renaud Camus, quien profetiza una Francia donde los europeos blancos y cristianos serán gradualmente sustituidos por poblaciones africanas.
++ Se genera caos en el HUD por vídeo creado por IA de Trump besando los pies de Elon Musk
¿Pero qué dicen los guardianes de los números? El Insee, árbitro estadístico nacional, dibuja un cuadro radicalmente distinto. El contador migratorio marca 7,3 millones de inmigrantes en una sinfonía demográfica de 68 millones de franceses: apenas un 10,7%. Curiosamente, en 1975, este porcentaje era del 7,4%. Medio siglo después, el reloj apenas se ha movido.
La población extranjera ha experimentado un lento despertar: del 6,5% al 8,2% en cinco décadas. De estos, 3,5% son vecinos europeos y el resto, ciudadanos del mundo. Los que atravesaron fronteras sin invitación oficial representan un microscópico 0,25%.
«Buscar una multitud abrumadora de extranjeros en Francia es como buscar un océano en medio del desierto», reflexiona Tania Racho, investigadora de derecho europeo y cazadora de mitos migratorios desde las trincheras de una ONG. Según ella, el paisaje demográfico francés ha experimentado una metamorfosis casi imperceptible: un mero 2% de aumento en la última década, mientras el flujo anual de recién llegados —unos 300 mil— permanece tan estable como las estrellas del firmamento.
Francia no es única en su dance migratorio. La cartografía demográfica europea revela que Suecia acoge un 16% de extranjeros, Alemania un 15%, y hasta potencias como Estados Unidos, Reino Unido y Turquía superan a la patria de la libertad, igualdad y fraternidad en su porcentaje de ciudadanos foráneos.
El demógrafo François Heran, tras diseccionar los números, descubrió que el sutil incremento francés tiene sus raíces en la migración económica y estudiantil, mientras que los reencuentros familiares han ido desapareciendo del mapa migratorio.
El reino de la posverdad: Donde el sentimiento destrona a la ciencia
«El debate migratorio ha abandonado el territorio de los números para adentrarse en el peligroso laberinto de las percepciones», advierte Racho. En este universo paralelo, los franceses dibujan un mapa mental donde los extranjeros ocupan el 23% del hexágono nacional, casi triplicando su presencia real del 8,2%.
«Hemos entrado en una dimensión donde la brújula científica ya no guía las decisiones políticas», lamenta la investigadora. «Esta epidemia, que infectó primero a Estados Unidos, ahora ha cruzado el Atlántico para contagiar a Francia».
Para ilustrar esta fiebre posverídica, Racho recuerda cuando el ministro del Interior, Bruno Retailleau, fue confrontado con un estudio del CEPII —prestigioso instituto de investigación económica— que demostraba la ausencia de correlación entre inmigración y delincuencia. «La realidad contradice ese estudio», sentenció el ministro, coronando el sentimiento como emperador y desterrando a la evidencia al exilio.
El campo de batalla de las percepciones: Encuestas contra realidades
En el tablero de ajedrez de la opinión pública, una encuesta relámpago para la cadena BFMTV tras el discurso de Bayrou sugiere que dos de cada tres franceses (64%) comparten su visión de una Francia a punto de naufragar bajo el peso migratorio. Sin embargo, investigaciones más profundas pintan un lienzo completamente distinto.
La monumental Encuesta Social Europea 2023-2024 —un Everest estadístico que escaló las opiniones de 40 mil personas en 31 países— revela que el 69% de los franceses no percibe ninguna inundación migratoria y acepta la llegada de «muchos o algunos inmigrantes de diferente origen étnico».
Mientras tanto, Destin Commun, rama francesa del laboratorio de ideas británico More in Common, descubrió que aproximadamente seis de cada diez franceses navegan en aguas de neutralidad migratoria, sin opinión formada, mientras solo dos de cada diez asocian migración con amenaza identitaria.
«El misterio está en que ese 20% minoritario domina el paisaje mediático», observa Racho. «Sus voces resuenan como gigantes en el eco de las redes sociales, mientras que el silencio de la mayoría neutra pasa inadvertido bajo el radar mediático».
El laberinto de la identidad nacional
Bayrou ha lanzado un guante ideológico más allá de la migración: desafía a Francia a mirarse al espejo y definir su propia esencia. «Lo que fermenta desde hace años es la pregunta existencial: ¿qué significa ser francés?», planteó en la emisora RMC. «¿Qué derechos otorga? ¿Qué obligaciones impone? ¿Qué tesoros esconde? ¿Qué promesas sellas al unirte a esta familia llamada Francia?», cuestionó el estratega político.
«Un diálogo profundo sobre identidad podría ser fascinante… si evitamos las arenas movedizas de la manipulación», pondera Racho.
La memoria colectiva recuerda un precedente: en 2009, bajo la batuta del entonces presidente Nicolas Sarkozy, Francia orquestó 350 debates sobre identidad nacional durante tres meses. La montaña de discusiones parió un ratón: ni una sola medida concreta emergió del experimento.
Irónicamente, el Bayrou de entonces se posicionó como férreo opositor a aquella iniciativa: «Nada envenena más a una nación que convertir su identidad en campo de batalla político y botín partidista… La nación es patrimonio de todos», declaró en aquellos días, con palabras que hoy parecen ecos de otro universo político.